Miércoles de Semana Santa,
El Señor Jesús, la noche en que fue traicionado, tomó pan,
y después de dar gracias, lo partió y dijo: “Este pan es mi
cuerpo, que por ustedes entrego; hagan esto en memoria
de mí”. De la misma manera, después de cenar, tomó la copa
y dijo: “Esta copa es el nuevo pacto en mi sangre; hagan esto, cada vez que beban de ella, en memoria de mí”. Porque cada vez que comen este pan y beben de esta copa, proclaman la muerte del Señor hasta que él venga.
— 1 Corintios 11:23-26
Con todo el ritual y el simbolismo de la Eucaristía es fácil
olvidar que la Última Cena fue, en su forma más sencilla, una
comida que Jesús compartió con sus amigos más cercanos.
Aunque generalmente no la comparamos con la comida de la
cena del domingo, la Última Cena no fue más que una cena, una comida que los primeros cristianos compartían entre ellos en conmemoración de Jesús, y en la que también participamos hoy.
¿Qué significa pensar, no en el Jesús divino que nos invita a
“comer su cuerpo y beber su sangre”, sino en un Jesús humano, que comía con gente que lo amaba y personas que lo traicionarían, que alimenta a multitudes de extraños y que incluso cena con los publicanos y las prostitutas? Nuestro Dios es un Dios que disfruta de los alimentos, que saborea la compañía de amigos y extraños en medio de una buena comida, que acepta la hospitalidad de los marginados y los envilecidos, y que también ayunó en el desierto y predicó las buenas noticias de pueblo en pueblo, sin tener segura
su próxima comida. La humanidad de Jesús revela la que todos debemos procurar: una humanidad que nos conduce a una mayor humildad, a más profunda compasión y al servicio comprometido.
— Brin Bon
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